domingo, 15 de marzo de 2015

Navidad

La Navidad quedó atrás, hace tiempo que pasó y queda mucho para que vuelva a llegar. Aun así, os dejo este relato que escribí una tarde en la víspera de la Navidad.


Recuerdo aquel día como si fuera ayer, yo por aquel entonces era un jovencito de ocho años emocionado por el espíritu navideño de aquellas fechas tan marcadas.
Corría la tarde de 24 de Diciembre de 1982, yo estaba asomado a la ventana del salón de mi casa, en una sexta planta, esperando la suculenta cena que nuestra madre nos preparaba a mí y a mi padre.
Éramos una familia pequeña, los abuelos vivían en el pueblo, lejos de la ciudad, y no conocía a mis tíos. De modo, que por lo general, la cena de noche buena solo era para nosotros tres, en la mesa del comedor siempre había una silla vacía frente a mí y yo deseaba que algún día ese hueco lo pudiera llenar un hermanito o hermanita.
Mi padre charlaba con el vecino sentados en el salón, bebiendo vino y fumándose unos puros que le habían traído a Don Méndez, mi vecino. Mientras ellos hablaban sobre el nuevo presidente, un tal Don Felipe, yo observaba el cielo nublado de Madrid, cuando comenzó a nevar. Me emocione muchísimo, a pesar de que la semana anterior ya había nevado. Pero aquellos copos de nieve tenían algo mágico, seria porque yo esperaba emocionado la llegada de Papá Noel aquella noche, la primera vez que oía hablar de aquel señor gordo, con barba blanca y vestido de rojo que entraba por las noches a dejar regalos a los niños que se portan bien.

-¡Papá, señor Méndez! ¡Mirad! ¡Mirad!
-¿Qué te ocurre ahora, jovencito? –reía Don Méndez
-¡Es nieve, mirad!
-Sí, sí que es nieve hijo. Eso es porque esta noche viene ese Papá Nobel a traerte regalos, y trae consigo la nieve –dijo su padre
-¡Es Papá Noel, no Nobel! –le corregí yo riéndome.
-Bueno, eso. Recuerda que esta noche tienes que acostarte temprano si quieres que venga a visitarte.

Mi madre apareció en el salón de pronto, con su delantal blanco de flores estampadas, manchado de comida al igual que sus manos de haber estado preparando la cena.
Nos miró fijamente a ambos y dijo.

-Ernesto, se me ha acabado la cebolla y algunas cosas más. Me llevo al niño para que me ayude con la compra, ¿vale?
-Vale, cariño. En la entrada hay dinero, coge lo que necesites –mis padres se sonrieron mutuamente y yo seguí a mi madre a la calle, tras cerrar la ventana del salón.

En la calle se respiraba el ambiente navideño, la gente hacia las compras, todos abrigados y con bufandas, villancicos, campanas, el agobiante ambiente de la ciudad a mí me calmaba como un sedante, y yo como tantos otros niños iba de la mano de mi madre mientras ella se detenía a hablar con cada vecina que se encontraba. Los niños nos lanzábamos miradas de condolencias por tener que seguir a nuestras madres a todos lados, sin saber muy bien a dónde nos dirigíamos.
Ella entro en la frutería a por sus compras y yo me quede en la esquina pateando una lata, en una de las patadas la mandé hacia un callejón. Fui a recuperarla y me encontré a un mendigo recogiendo la lata y metiéndola en un carrito de la compra que cargaba, lleno de latas vacías. Era un anciano de larga barba blanca, sucio, con frío y hambre. Vestido con ropas harapientas y rasgadas, varias capas de jerséis y chaquetas y unos zapatos sin suela.

Mi tierna mirada infantil se encontraba con su mirada llena de experiencias y desventuras. Y me sonrió, yo le devolví la sonrisa.
Mi madre salió de la frutería cargada de pesadas bolsas, y vino hacia mí agarrándome fuerte de la mano mientras me insistía en que nos diésemos prisa en volver.
Yo no apartaba la mirada del mendigo que se alejaba en aquel oscuro callejón, buscando algún lugar cálido en el que pasar la noche. Llegó la noche, y con ella la cena. Estábamos sentados en la mesa comiendo, yo estaba ensimismado en mis pensamientos, en aquel mendigo, preocupado por qué haría para sobrevivir en la gran ciudad una noche más. Y eso llamó la atención de mis padres.

-¿Qué es lo que te preocupa, jovencito? Se te va a enfriar la comida –dijo mi padre algo molesto
-No es nada… es solo que, ¿es muy tarde para cambiar mi regalo? ¿Se enfadará Papá Noel?
-¿No quieres ya esa bicicleta nueva?… dinos que es lo que quieres y veremos que se puede hacer.
-No… ya no quiero la bici, quiero otra cosa. Quiero ayudar a aquel mendigo del callejón, y que cene con nosotros

El silenció se hizo en la mesa, mis padres se miraron con los ojos como platos, me mandaron a mi cuarto mientras ellos hablaban sobre el asunto. Escuche como la puerta de la casa se cerraba. Pasaron varios minutos, casi una hora. Yo pensaba que les había enfadado que decidiera cambiar de regalo, me sentía castigado. Pero, tras esa larga espera, mi madre finalmente abrió la puerta de mi cuarto. Me dijo que fuese al comedor, que la cena se enfriaba. Yo, extrañado, me dirigí allí y para mi sorpresa, sentado en el hueco que siempre quedaba vacío frente a mí estaba aquel mendigo, sonriéndome agradecido.
No recuerdo una cena de Nochebuena más alegre que aquella, nos contó muchísimas cosas, historias alegres, historias tristes, divertidas, misteriosas… un sinfín de relatos que nos alegraron aquella noche.
Finalmente, cuando le acompañamos hasta el portal y aquel mendigo se estaba marchando con su carrito lleno de latas. Se giró y nos gritó “¡Feliz Navidad!” acompañado de una alegre risotada, algo así como un “Jo, jo, jo”

Y aquella fue, sin lugar a dudas, la mejor Navidad que puedo recordar.

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