La Navidad quedó atrás, hace tiempo que pasó y queda mucho para que vuelva a llegar. Aun así, os dejo este relato que escribí una tarde en la víspera de la Navidad.
Recuerdo aquel día como
si fuera ayer, yo por aquel entonces era un jovencito de ocho años emocionado
por el espíritu navideño de aquellas fechas tan marcadas.
Corría la tarde de 24 de Diciembre de 1982, yo estaba asomado a la ventana del
salón de mi casa, en una sexta planta, esperando la suculenta cena que nuestra
madre nos preparaba a mí y a mi padre.
Éramos una familia pequeña, los abuelos vivían en el pueblo, lejos de la
ciudad, y no conocía a mis tíos. De modo, que por lo general, la cena de noche
buena solo era para nosotros tres, en la mesa del comedor siempre había una
silla vacía frente a mí y yo deseaba que algún día ese hueco lo pudiera llenar
un hermanito o hermanita.
Mi padre charlaba con el
vecino sentados en el salón, bebiendo vino y fumándose unos puros que le habían
traído a Don Méndez, mi vecino. Mientras ellos hablaban sobre el nuevo
presidente, un tal Don Felipe, yo observaba el cielo nublado de Madrid, cuando
comenzó a nevar. Me emocione muchísimo, a pesar de que la semana anterior ya
había nevado. Pero aquellos copos de nieve tenían algo mágico, seria porque yo
esperaba emocionado la llegada de Papá Noel aquella noche, la primera vez que
oía hablar de aquel señor gordo, con barba blanca y vestido de rojo que entraba
por las noches a dejar regalos a los niños que se portan bien.
-¡Papá, señor Méndez!
¡Mirad! ¡Mirad!
-¿Qué te ocurre ahora, jovencito? –reía Don Méndez
-¡Es nieve, mirad!
-Sí, sí que es nieve hijo. Eso es porque esta noche viene ese Papá Nobel a
traerte regalos, y trae consigo la nieve –dijo su padre
-¡Es Papá Noel, no Nobel! –le corregí yo riéndome.
-Bueno, eso. Recuerda que esta noche tienes que acostarte temprano si quieres
que venga a visitarte.
Mi madre apareció en el
salón de pronto, con su delantal blanco de flores estampadas, manchado de
comida al igual que sus manos de haber estado preparando la cena.
Nos miró fijamente a ambos y dijo.
-Ernesto, se me ha
acabado la cebolla y algunas cosas más. Me llevo al niño para que me ayude con
la compra, ¿vale?
-Vale, cariño. En la entrada hay dinero, coge lo que necesites –mis padres se
sonrieron mutuamente y yo seguí a mi madre a la calle, tras cerrar la ventana
del salón.
En la calle se respiraba
el ambiente navideño, la gente hacia las compras, todos abrigados y con bufandas,
villancicos, campanas, el agobiante ambiente de la ciudad a mí me calmaba como
un sedante, y yo como tantos otros niños iba de la mano de mi madre mientras
ella se detenía a hablar con cada vecina que se encontraba. Los niños nos
lanzábamos miradas de condolencias por tener que seguir a nuestras madres a
todos lados, sin saber muy bien a dónde nos dirigíamos.
Ella entro en la frutería
a por sus compras y yo me quede en la esquina pateando una lata, en una de las
patadas la mandé hacia un callejón. Fui a recuperarla y me encontré a un
mendigo recogiendo la lata y metiéndola en un carrito de la compra que cargaba,
lleno de latas vacías. Era un anciano de larga barba blanca, sucio, con frío y
hambre. Vestido con ropas harapientas y rasgadas, varias capas de jerséis y
chaquetas y unos zapatos sin suela.
Mi tierna mirada infantil se encontraba con su mirada llena de experiencias y
desventuras. Y me sonrió, yo le devolví la sonrisa.
Mi madre salió de la frutería cargada de pesadas bolsas, y vino hacia mí agarrándome
fuerte de la mano mientras me insistía en que nos diésemos prisa en volver.
Yo no apartaba la mirada del mendigo que se alejaba en aquel oscuro callejón,
buscando algún lugar cálido en el que pasar la noche. Llegó la noche, y con
ella la cena. Estábamos sentados en la mesa comiendo, yo estaba ensimismado en
mis pensamientos, en aquel mendigo, preocupado por qué haría para sobrevivir en
la gran ciudad una noche más. Y eso llamó la atención de mis padres.
-¿Qué es lo que te
preocupa, jovencito? Se te va a enfriar la comida –dijo mi padre algo molesto
-No es nada… es solo que, ¿es muy tarde para cambiar mi regalo? ¿Se enfadará
Papá Noel?
-¿No quieres ya esa bicicleta nueva?… dinos que es lo que quieres y veremos que
se puede hacer.
-No… ya no quiero la bici, quiero otra cosa. Quiero ayudar a aquel mendigo del
callejón, y que cene con nosotros
El silenció se hizo en la
mesa, mis padres se miraron con los ojos como platos, me mandaron a mi cuarto
mientras ellos hablaban sobre el asunto. Escuche como la puerta de la casa se
cerraba. Pasaron varios minutos, casi una hora. Yo pensaba que les había
enfadado que decidiera cambiar de regalo, me sentía castigado. Pero, tras esa
larga espera, mi madre finalmente abrió la puerta de mi cuarto. Me dijo que
fuese al comedor, que la cena se enfriaba. Yo, extrañado, me dirigí allí y para
mi sorpresa, sentado en el hueco que siempre quedaba vacío frente a mí estaba
aquel mendigo, sonriéndome agradecido.
No recuerdo una cena de Nochebuena más alegre que aquella, nos contó muchísimas
cosas, historias alegres, historias tristes, divertidas, misteriosas… un sinfín
de relatos que nos alegraron aquella noche.
Finalmente, cuando le acompañamos hasta el portal y aquel mendigo se estaba
marchando con su carrito lleno de latas. Se giró y nos gritó “¡Feliz Navidad!”
acompañado de una alegre risotada, algo así como un “Jo, jo, jo”
Y aquella fue, sin lugar
a dudas, la mejor Navidad que puedo recordar.